domingo, 6 de febrero de 2011

El universo sobre mí

(...) Nada que descubra lo que siento, que este día fue perfecto y parezco tan feliz (...) Quiero vivir, quiero gritar, quiero sentir el universo sobre mi, quiero correr en libertad, quiero encontrar mi sitio (...) Quiero correr en libertad, quiero llorar de felicidad (...) como un náufrago en el mar, quiero encontrar mi sitio (...)

Eva Amaral entona preciosas estrofas que danzan en nuestros oídos cual los bailarines del Cirque du Soleil en las presentaciones que realizan alrededor del mundo que espera con ansias ver el despliegue escénico tan sentido y maravilloso de la libertad. Lo cierto es que no muchas veces tenemos una lucidez que permita que veamos más allá de la propia realidad y presumimos, constantemente, que siempre es uno quien se lleva lo peor. Hasta que llega el momento en que, querramos o no, nos topamos con un espejo que emula nuestras formas de actuar y vemos cuán disgustantes, desagradables y hasta condenables (desde nuestros principios y parámetros) son tales acciones o formas de actuar que tendemos a poner en práctica ya que no lo vemos (en quienes somos) como un acto de soberbia. Empero, lo es. Sucede que no nos damos demasiada cuenta de lo que hacemos hasta que un tercero nos lo hace ver o hace de actor proyectado de nosotros mismos con otro.
Cuando somos capaces de apreciar esta verdad, es cuando experimentamos esa alegría de vivir y las ganas indescriptibles de sentir el universo sobre nosotros y de ese modo, encontrar nuestro lugar en el mundo que no sucede ser nimio, sino, por el contrario, inmensamente importante para muchos, a pesar de que, a simple vista, no querramos verlo porque, cierto es, también, que es una gran responsabilidad emocional y hasta moral saber que uno es necesario para el bienestar del otro: todos aportamos algo a alguien. Estamos en esta vida con un objetivo no sólo de realización personal, sino también de acompañamiento a un prójimo que nos requiere y del cual aprendemos y al cual enseñamos sin siquiera darnos cuenta.
Todos nos sentimos náufragos del destino, atravesamos instantes de incertidumbre y podemos llegar a preguntarnos si en serio hay alguien que nos necesita, porque, la autoestima, está muy por debajo de las cañerías subterráneas. Y es entonces cuando acaece algo que nos asegura que todos estamos en este camino por una causa. No importa cuál es. Después de todo, venimos al mundo para decodificar el jeroglífico que nuestro papiro lleva inscrito en sí. Otro período de tiempo, nos toma ponernos en marcha para la excavación arqueológica que nos indica dicho escrito intransferible (personal y privado) y finalmente, partimos (de cualquier lugar, no sólo me refiero a la vida) al haber aprendido la lección por la cual fuimos puestos en ese sitio.

(...) Sólo queda una vela encendida en medio de la tarta y se quiere consumir.
Todas las velas que se dejan prendidas están ahí para iluminar y no son meras casualidades sus presencias en las tortas de cumpleaños. Cuando se celebran aniversarios de la existencia de cada persona, se está haciendo una doble lectura: se le recuerda que al cumpleañero que su vela no se apagará hasta que se quiera consumir (algo que sucede una vez que se aprendió la lección por la cual está vivo) y, asimismo, se le muestra que es necesario que brille hasta el final de sus días. Porque sólo tenemos, cada quien, una única vela encendida por consumir.

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